Junto al artículo de Alex sobre el tráfico ilegal de animales que documentó en el Safari Park, mis Directores me pidieron que escribiera sobre nuestra relación con estas criaturas que dan tantísimo y piden tan poco. Marea alta Lo que nos une.
Gordon lo sintió. Notó que algo no iba bien. Decidió que aullar y participar sus temores al mundo exterior era lo que tenía que hacer. Era su deber. Lo percibía. Su dueño no estaba. Hacía tres semanas que no le sacaba a pasear, que no le daba de comer, que no le palmeaba la cabeza cuando él se apresuraba a darle la bienvenida a casa. Su dueña tan cariñosa con él llegaba durante aquellos días a deshoras y apesadumbrada, sin brillo en los ojos. Su risa cantarina que contagiaba tantas veces a su dueño no había vuelto a resonar por la casa. Las conversaciones por teléfono, ya no resonaban felices, sino que acababan últimamente en suspiros o en dolorosos silencios. Ella ahora se ocupaba de que no le faltara comida para el día siguiente, pero tampoco le paseaba.
Un chico de unos quince años, era quien le llevaba al parque y le dejaba correr y jugar con los perros de sus amigos. Lo pasaba bien, pero no era lo mismo que con sus dueños pues estaban pendientes de él y le tiraban una pelota y,…
De nuevo, en su interior y sin que pudiera evitarlo, un fuerte dolor le golpeó. No podía respirar. Experimentó una honda presión en el estómago y en el pecho. Entrecortado ladró y volvió a aullar. Así pasó aquella noche de verano para disgusto de sus vecinos.
A la mañana siguiente, su ama entró y encontró a Gordon en un charco en el sillón que solía ocupar las horas de su dueño frente a la televisión y que como amigo fiel él ocupaba a sus pies. Ella no dijo nada. Con lágrimas en los ojos, retiró la humedad y abrazó al perro.
Gordon miró a su dueña, que vestía de riguroso negro, y se prometió acompañarla y conseguir que algún día su sonrisa le volviera a iluminar.
Gordon lo sintió. Notó que algo no iba bien. Decidió que aullar y participar sus temores al mundo exterior era lo que tenía que hacer. Era su deber. Lo percibía. Su dueño no estaba. Hacía tres semanas que no le sacaba a pasear, que no le daba de comer, que no le palmeaba la cabeza cuando él se apresuraba a darle la bienvenida a casa. Su dueña tan cariñosa con él llegaba durante aquellos días a deshoras y apesadumbrada, sin brillo en los ojos. Su risa cantarina que contagiaba tantas veces a su dueño no había vuelto a resonar por la casa. Las conversaciones por teléfono, ya no resonaban felices, sino que acababan últimamente en suspiros o en dolorosos silencios. Ella ahora se ocupaba de que no le faltara comida para el día siguiente, pero tampoco le paseaba.
Un chico de unos quince años, era quien le llevaba al parque y le dejaba correr y jugar con los perros de sus amigos. Lo pasaba bien, pero no era lo mismo que con sus dueños pues estaban pendientes de él y le tiraban una pelota y,…
De nuevo, en su interior y sin que pudiera evitarlo, un fuerte dolor le golpeó. No podía respirar. Experimentó una honda presión en el estómago y en el pecho. Entrecortado ladró y volvió a aullar. Así pasó aquella noche de verano para disgusto de sus vecinos.
A la mañana siguiente, su ama entró y encontró a Gordon en un charco en el sillón que solía ocupar las horas de su dueño frente a la televisión y que como amigo fiel él ocupaba a sus pies. Ella no dijo nada. Con lágrimas en los ojos, retiró la humedad y abrazó al perro.
Gordon miró a su dueña, que vestía de riguroso negro, y se prometió acompañarla y conseguir que algún día su sonrisa le volviera a iluminar.
Acabo de descubrir tu enlace en mi blog (Prime Time) y, por esos maravillosos enredos virtuales, he acabado casualmente en tu página, disfrutando con la frescura de tu prosa y, sobre todo, con la vida que se respira en ella. Seguiré leyéndote. Saludos ;-)
ResponderEliminarMuchas gracias por tu bonito comentario y por tus próximas lecturas ;-)
ResponderEliminarEncontré tu viaje por Nueva York y me sirvió para mi historia. Ahora me parece más cercana. Thank U.