Desembarcamos en Pedraza de la Sierra. La villa medieval se alza ante nosotros desde su majestuosa puerta. Una vez dentro, sus calles empedradas, su plaza, su castillo hoy convertido en el Museo Zuloaga, nos impresiona.
Si cierro los ojos puedo imaginarme a Martín batiéndose en duelo con el bailarín italiano de mi gimnasio. Ufff. Yo no me sentiría ofendida porque lucharan por mí. A ver, Milty, céntrate.
Nada mejor para salir del ensueño que lanzarnos al interior tan perfumado de las cuidadas tiendas de este pueblo. Nos muestran velas, collares, mantas, pulseras, anillos preciosos que nos hacen abrir los ojos. Un collar para Inés que no ha podido venir (es lo que tiene trasnochar currando), otro para Lupe y un brazalete de plata y oro para mí. “Oro y plata sólo mala pata si das la lata”, me dice por telepatía mi amiga Moni desde Burkina y me quedo convencida. (Si estás despistad@ es que no has leído posts anteriores. Espabila y lee.)
Alex y Martín se han quedando calentando el paladar con vinitos de la zona en un mesón que alardea de las películas que se han filmado en la villa. Es un escenario digno de elogios. Cuando llegamos lucimos nuestras adquisiciones, por supuesto.
Brindamos y brindamos y volvemos a brindar por la amistad, el amor y … cuando salimos el viento helado nos golpea en la cara bajándonos los colores que hemos adquirido por la bebida y los pinchitos. El pintor me contempla con esos ojos de quien lo ha vivido y/o visto todo y me deja fría. Su seguridad saca del fondo de mí mi inseguridad y dejo que el frío me azote y me espabile de una vez, porque él se vuelve a la city el martes. Esquivo su mirada cual damisela azorada y me pongo el gorro de lana.
Siguiendo el laberinto de calles que nos lleva a comer el plato estrella de la zona, el cordero asado, nos encontramos con otra tienda coqueta que vende chocolate: blanco, negro, con almendras, con avellanas, en placas, en barritas, en onzas… Umm, es un paraíso. Alex se pierde por las estanterías y carga con casi un menú degustación. El día de San Valentín ya está presente y unos corazones de chocolate con leche absolutamente apetecibles se abren paso entre monedas y ositos. No puedo dejar de mirarlos. No me los compraría en la vida. (Soy de l@s que casi odia el día de los enamorados, creo que es mercantilismo puro y… ). Me compro unas placas de chocolate sabor fresa y me salgo con Lupe y un niño llamado Alex. Parece que el artista del grupo sabe apreciar el arte del dulce y también pica.
Todos contentos y más espabilados entramos en un mesón donde conocen a Alex y que nos sirven exclusivamente manjares: sopa castellana, ensalada y un cordero asado que es digno de un restaurante carísimo pero que se mueve entre bancos de madera y manteles de cuadros. Una chimenea adorna este Mesón Manrique que, desde aquí, os recomiendo.
Hemos compartido mesa y mantel como amigos que somos y ya toca hablar de cosas trascendentales. Estamos on the mood. Queremos contarnos nuestras cosas más íntimas. Alex muestra su miedo a que Prólogo vaya mal, que sus padres vuelvan para hacerle más daño. Lupe está preocupada por el trabajo, ya que como sabemos, nada va igual que antes.
-Milty, ¿a ti qué te preocupa? – me pregunta Martín.
-Uy, tantas cosas…- digo mientras sonrío. No consigo quitarme ahora de la cabeza la fiesta y sus besos. Pero, ¿qué tenía esta segunda botella de vino? Pienso mientras miro al fuego que crepita a su espalda. No sé qué contarle. No tengo penas. Siempre me lo dice mi hermana Marta: Milty, vives al día. ¿Cómo lo haces?
Fijando sus ojos en los míos, saca de su abrigo de tío bohemio, algo. Me entrega una bolsita de papel y luego a Lupe otra. Dos corazones muy apetecibles nos miran pareciendo que gritan: cómeme, cómeme.
-Muchas gracias. – Le contesto mientras una sensación de bienestar me inunda. Me siento querida por mis amigos. ¿Qué me puede preocupar?
- Lo mío, ¿lo dejamos para los cafés?- nos plantea a la mesa el caballero que regala corazones de chocolate.
Todos aceptamos el duelo.
Si cierro los ojos puedo imaginarme a Martín batiéndose en duelo con el bailarín italiano de mi gimnasio. Ufff. Yo no me sentiría ofendida porque lucharan por mí. A ver, Milty, céntrate.
Nada mejor para salir del ensueño que lanzarnos al interior tan perfumado de las cuidadas tiendas de este pueblo. Nos muestran velas, collares, mantas, pulseras, anillos preciosos que nos hacen abrir los ojos. Un collar para Inés que no ha podido venir (es lo que tiene trasnochar currando), otro para Lupe y un brazalete de plata y oro para mí. “Oro y plata sólo mala pata si das la lata”, me dice por telepatía mi amiga Moni desde Burkina y me quedo convencida. (Si estás despistad@ es que no has leído posts anteriores. Espabila y lee.)
Alex y Martín se han quedando calentando el paladar con vinitos de la zona en un mesón que alardea de las películas que se han filmado en la villa. Es un escenario digno de elogios. Cuando llegamos lucimos nuestras adquisiciones, por supuesto.
Brindamos y brindamos y volvemos a brindar por la amistad, el amor y … cuando salimos el viento helado nos golpea en la cara bajándonos los colores que hemos adquirido por la bebida y los pinchitos. El pintor me contempla con esos ojos de quien lo ha vivido y/o visto todo y me deja fría. Su seguridad saca del fondo de mí mi inseguridad y dejo que el frío me azote y me espabile de una vez, porque él se vuelve a la city el martes. Esquivo su mirada cual damisela azorada y me pongo el gorro de lana.
Siguiendo el laberinto de calles que nos lleva a comer el plato estrella de la zona, el cordero asado, nos encontramos con otra tienda coqueta que vende chocolate: blanco, negro, con almendras, con avellanas, en placas, en barritas, en onzas… Umm, es un paraíso. Alex se pierde por las estanterías y carga con casi un menú degustación. El día de San Valentín ya está presente y unos corazones de chocolate con leche absolutamente apetecibles se abren paso entre monedas y ositos. No puedo dejar de mirarlos. No me los compraría en la vida. (Soy de l@s que casi odia el día de los enamorados, creo que es mercantilismo puro y… ). Me compro unas placas de chocolate sabor fresa y me salgo con Lupe y un niño llamado Alex. Parece que el artista del grupo sabe apreciar el arte del dulce y también pica.
Todos contentos y más espabilados entramos en un mesón donde conocen a Alex y que nos sirven exclusivamente manjares: sopa castellana, ensalada y un cordero asado que es digno de un restaurante carísimo pero que se mueve entre bancos de madera y manteles de cuadros. Una chimenea adorna este Mesón Manrique que, desde aquí, os recomiendo.
Hemos compartido mesa y mantel como amigos que somos y ya toca hablar de cosas trascendentales. Estamos on the mood. Queremos contarnos nuestras cosas más íntimas. Alex muestra su miedo a que Prólogo vaya mal, que sus padres vuelvan para hacerle más daño. Lupe está preocupada por el trabajo, ya que como sabemos, nada va igual que antes.
-Milty, ¿a ti qué te preocupa? – me pregunta Martín.
-Uy, tantas cosas…- digo mientras sonrío. No consigo quitarme ahora de la cabeza la fiesta y sus besos. Pero, ¿qué tenía esta segunda botella de vino? Pienso mientras miro al fuego que crepita a su espalda. No sé qué contarle. No tengo penas. Siempre me lo dice mi hermana Marta: Milty, vives al día. ¿Cómo lo haces?
Fijando sus ojos en los míos, saca de su abrigo de tío bohemio, algo. Me entrega una bolsita de papel y luego a Lupe otra. Dos corazones muy apetecibles nos miran pareciendo que gritan: cómeme, cómeme.
-Muchas gracias. – Le contesto mientras una sensación de bienestar me inunda. Me siento querida por mis amigos. ¿Qué me puede preocupar?
- Lo mío, ¿lo dejamos para los cafés?- nos plantea a la mesa el caballero que regala corazones de chocolate.
Todos aceptamos el duelo.
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