Ana, mi compañera en la Revista es una persona muy positiva, risueña y divertida. Hoy cuando cruzó el umbral de la puerta, sin embargo, saludó distante y su sonrisa se evaporó en segudos. Su cara normalmente muy expresiva no reflejaba nada, parecía estar en otro sitio, con otra gente. Volvimos a cruzarnos y seguía en una especie de estado catatónico cuya razón me desveló con una imagen tomada desde su móvil: un niño vestido como un hombrecito con un uniforme bajo un baby a rayas azules y blancas cuyos grandes ojos escudriñaban a su madre, reflejando expectación ante lo nuevo, temor por lo desconocido, apego a quien en los últimos tres años ha velado por él. Ya no está en una guardería sino en el colegio y su madre siente que le pierde un poquito, que la vida de su hijo ya girará más allá de su mundo, en otras paredes, bajo otros cielos, en otras manos. El niño se acostumbra a los cambios y parece cada día hacerse más fuerte a los ojos de su progenitora cuyo corazón vive en una montaña ...